Llegué a Barcelona el 8 de noviembre del 2019, aterricé, dejé mi maleta y me fui al Institut del Teatre a mi primera clase. Ahí, cada persona debía poner objetos que la representaran, que hablaran de su historia, haciendo entre todas, un collage de hilos, cartas, fotos, etc. e íbamos preguntando según lo que nos llamara la atención. Yo estaba emocionada y exhausta al mismo tiempo. “¿y estos huaraches y estas piedras de quién son?” preguntaron. Me acerqué, me puse los huaraches y comencé a zapatear, después, intentando articular las palabras que no salían debido al jet lag y a la aletargada idea de estar en otro país, expliqué el porqué de cada piedra, del camino que dibujé.
“Son mi abuela, mi madre y mi hermana, simbolizan lo que he recorrido, el encuentro con el teatro, con mis memorias familiares y con mi vocación, son los amuletos que me hacen recordar porqué llegué hoy aquí con ustedes”.
Debo confesar que las primeras semanas me sentía completamente ajena a las calles, al sonido de los árboles, a las miradas, a las voces que sonaban un poco a catalán, a italiano, a portugués, a pakistaní ¡y a otros matices del castellano! nicaragüense, chileno, argentino… siempre me ha sorprendido la multiculturalidad que abraza Barcelona, sus barrios, sus atardeceres rosas y esa capacidad amable de los catalanes para ir y venir de un idioma a otro.
La finca en la que vivo es como una gran familia y todos los departamentos parecieran estar interconectados, hay mexicanos, catalanes, vascos, argentinos, brasileños. Solo en el hogar de la familia que me da alojamiento se hablan tres idiomas… y medio, porque Shiadani está aprendiendo chino y a la hora de la comida practica con nosotros mientras la vemos con cara de incomprensión absoluta; en el trabajo convivo con Kel, una mujer brasileña y Liz, su hija – que además de portugués, habla catalán y castellano – y solo tiene 5 años. Por otro lado, los fines de semana aparecen el inglés y el igbo, cuando por las tardes voy a comer con Enid y con Iyk, una pareja mexico-biafrana que busca romper los prejuicios de sus culturas a través de debates -bastante apasionados y acompañados siempre de un buen vino- que hacen que mi cerebro vaya a mil por hora. Enid, que me ve en la cara las ganas que tengo de tragarme el mundo, me cuestiona todo el tiempo. Me confronta con mis miedos, mis angustias, mis ideas preconcebidas, mis decisiones, y que bueno que lo hace, porque no debemos dejar pasar ni un solo día sin cuestionar lo establecido, solo así la utopía de la que hablaba Galeano no se ve ya tan lejana.
Que fortuna el que una beca no solo se reduzca a un apoyo económico, sino también a crear vínculos y nuevas familias, a compartirnos desde nuestra curiosidad por el otro y sus historias. La beca es un engaño, vine a estudiar un postgrado y terminé además aprendiendo sobre feminismo, colonialismo, vulnerabilidad, surrealismo, activismo… libertad. Me siento más libre, camino por las calles sola, de noche, con falda y sin miedo, lo leo y no sé qué me parece más inconcebible, el hecho de que pueda atreverme a hacerlo o el que nunca lo haya visto como una posibilidad.
Yo no estaría concluyendo un postgrado si no fuera por el arduo trabajo de la Fundación Arte contra violencia y la colaboración de la Asociación cultural La BiblioMusiCineteca. A veces no alcanzo a comprender porque un grupo de personas se unen para ayudar a lograr los sueños de otras personas, de jóvenes artistas que quieren acariciar el mundo que existe más allá de un país lleno de miedos, desapariciones, desplazamientos forzados y narcotráfico. Aun así es un país al que deseo regresar, porque siento dentro de mí la necesidad de devolver a mi tierra todo lo bueno que me ha dado: la música tradicional calentana, esa tierra roja y anaranjada que se pisa con fuerza, esos cerros verdes llenos de pájaros y chivos, las tortillas hechas a mano en el comal de mi abuela, las historias que ella me cuenta con ese ardor en los ojos, con esa voz antigua y dulce… es también mi abuela la culpable de que yo esté acá, del otro lado del charco. Cuando hace 10 años en una comida donde también estaba Enid, nos contó cómo había muerto su hija Catalina, en manos de los militares, cómo mi madre estuvo presente en la balacera que se desató por un error -dijeron ellos, los pintos- y cómo mi abuela, con su hija muerta en brazos, fue a donde los militares, se hincó frente a ellos y los perdonó.
Ese día Enid y yo nos fuimos sin querer irnos, sin poder mirarnos a los ojos, sin saber bien qué decir y sin que nosotras lo supiéramos todavía, fue en ese momento que nació Siuatl, la manera en que le encontraríamos un sentido a todo ese sinsentido. Y fue Siuatl lo que me acercó al tipo de teatro que quería hacer y fue eso lo que me trajo al postgrado. Si hoy estoy aquí, es porque hace 10 años un secreto familiar vio la oportunidad de salir y mostrarse a través de la voz de mi abuela.
Recuerdo que en la carta de motivos que me pedía el Institut del Teatre, escribí: Quiero seguir aprendiendo, quiero convertirme en la mejor versión de mí misma, para que quien se refleje en mí, pueda ver también lo mejor de sí mismo. Porque el teatro me ha enseñado eso, que no existo sino es con el otro.
Conservo el mismo deseo, tal vez ahora con más coraje y anhelo. Quiero volver a mi pueblo más fuerte y compartir con los niños y los jóvenes nuevas formas de enseñanzas y aprendizajes, nuevas y mejores formas de relacionarnos para que podamos vernos a los ojos desde el respeto, la empatía y la vulnerabilidad, porque nuestro país necesita reconstruirse desde esos lugares, porque ya estamos cansados de tanta violencia, porque las nuevas generaciones necesitan saber que hay otras opciones de vida, que la libertad es su derecho, que su voz es su fortaleza, que la educación y las artes son la manera en la que vamos a salir de estas tierras agrietadas e infértiles.

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