Pertenezco a una generación donde el mundo virtual formaba parte de la ciencia ficción. Nací en el año 1965, en medio de una década muy interesante: ya se había aprobado el voto de la mujer y un equipo de astronautas estaba a punto de viajar a la Luna. Solo que en el pueblo donde yo crecí, como muchos de México, por aquella época y quizá todavía hoy, no había electricidad, ni agua potable, ni carreteras. Los diarios se leían con retardo, hasta de una o dos semanas, y no había televisión, así que la familia o los vecinos de Jalpan, Puebla, solo se enteraban de las noticias por la radio.
Pasé la infancia en un pueblo de unas cien familias, así que todos nos conocíamos. Nuestra forma de comunicarnos era totalmente presencial.
Once años más tarde fui a vivir a la gran Ciudad de México. La situación era diferente. Allí había autobuses, bicicletas y motocicletas para transportarse, pero también se habían construido las primeras líneas del metro y todavía funcionaban los tranvías. Ya se podía hablar por teléfono y la mayoría de casas tenían una televisión en blanco y negro, donde mirábamos los dibujos animados, las telenovelas y algunas películas mexicanas. También había dos o tres series del género fantástico que nos entusiasmaban, como Tierra de Gigantes, El planeta de los simios y Señorita Cometa. La comunicación de la ciudad al pueblo, con mis padres, la realizábamos a través de cartas, telegramas o llamadas telefónicas esporádicas, concertadas a través de la caseta telefónica, con mucha antelación. Me emocioné cuando con apenas 13 años, leí Un mundo feliz, de Aldous Huxley.
Con los años todo cambió. El periodismo me llevó a encontrarme con un mundo que parecía que me estaba esperando. No obstante, los primeros diez años, escribí las noticias en redacciones donde había enormes máquinas de teclas duras y con copias hechas con papel carbón. Los cables los recibíamos a través de enormes teletipos que nos acercaban a lugares lejanos. Cuando salíamos de la ciudad para escribir algunos reportajes de temáticas variadas, muchas veces las dictábamos por teléfono. No fue sino hasta 1995, que en el periódico de provincia en el que trabajaba, se instalaron las primeras computadoras. No había internet. Así que el año de 1992, cuando visité por primera vez Barcelona, no pude dejar mi correo electrónico. Seguí contactando por correo postal con las amistades que hice en aquella época.
El año de 1996 el diario donde trabajaba cambio de propietario y una cadena editorial se encargó de informatizar todo el periódico. Se instalaron nuevos equipos, se conectaron en red y pronto empezaron a llevarse a cabo las primeras videoconferencias entre los directivos del periódico y los de la compañía editorial, principalmente para revisar las cuentas. Eran verdaderos acontecimientos, que recuerdo como entre sueños, porque nunca participé directamente en ellas. Casi a finales de la década de los noventa, tuve mi primer celular y un ordenador portátil que se me quemó en un viaje a Israel, al conectarlo a una potencia eléctrica inadecuada.
Autobuses, aviones, automóvil propio y teléfonos celulares llegaron a mi vida un poco tarde, pero llegaron. Así que cuando vine a vivir a Barcelona, el año 2003, ya no me eran tan extraños los sistemas de trabajo en El Periódico, aunque sí las formas de trabajo y el profesionalismo de mis compañeros, que siempre me admiró. El correo electrónico fue nuestra principal herramienta de trabajo, sobre todo para la Agenda y la Sección de Televisión.
Mi medio de comunicación entre México y España fue el teléfono móvil. Conservo el mismo número desde hace 17 años, aunque los aparatos se han ido cambiando y superando sobre todo en potencia, en capacidad de almacenamiento y fotografía.
A través de las redes sociales me reencontré con amigas y amigos de todo el mundo. Nos empezamos a comunicar de forma instantánea, casi sin darnos cuenta. Aprendimos a saborear las cosas a distancia, aunque fuera a través de todos los platillos que cada uno compartía para el desayuno. Utilizaba las plataformas de comunicación como una herramienta nueva pero menos atractiva, aunque en algunos aspectos de la comunicación cada vez más se iban asimilando más y más.
Con la cuarentena, casi doble, que hemos vivido por la emergencia sanitaria del Covid 19, las plataformas de comunicación se han vuelto prácticamente indispensables: a través de ellas celebramos cumpleaños, saludamos a nuestros familiares lejanos, acompañamos a nuestros enfermos y despedimos a los que se nos adelantan en el viaje de la vida. También hemos constatado cómo el teletrabajo ha llegado para quedarse.
La distancia social a la que nos ha obligado el Estado de Alarma, nos plantea nuevos retos, sobre todo a la gente de mi generación. Los jóvenes utilizan la tecnología rápidamente y resuelven cualquier problema que se les plantea con facilidad. En cambio, para nosotros, la tecnología es motivo de un aprendizaje constante. El proceso se ralentiza, dependiendo de la edad, interés y edad. No obstante, tendremos que asimilarlo si queremos seguir conectados en esta rueda de comunicación-acción cultural que hemos emprendido.
La BiblioMusiCineteca comienza una nueva andadura, un poco demorada porque el mundo virtual va demasiado rápido y hemos estado inmersos en crear un espacio de encuentro presencial en torno a los libros, la música y la cultura. Muchas otras entidades nos llevan ventaja. Afortunadamente contamos con un equipo de voluntarios jóvenes que cada vez más se están involucrando. Es hora de perderle el miedo y compartir virtualmente este mundo que nos toca vivir.

El periodismo me llevó a viajar por el mundo, a descubrir ciudades como Barcelona, a la que vine a vivir hace 18 años y donde conocí a Ferran Baile, un hombre amante del cine, la música y los libros. Junto a un gran equipo de colaboradores, hemos ido construyendo la BiblioMusiCineteca, un lugar de encuentro que busca abrir ventanas al conocimiento y la cultura. Aquí he desarrollado mis grandes pasiones: el periodismo y la escritura. Gestionar la asociación cultural es como un sueño que conjuga la interacción con profesionales y especialistas de diferentes disciplinas y la organización de actividades que alegran el alma, enriquecen al espíritu y sirven para comprender los cambios sociales de nuestro entorno.
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